MALA SUERTE
Cristina Monteoliva
Está amaneciendo y un molesto rayo de
Sol penetra en mi celda para arrancarme de mi profundo sueño. Me levanto,
estiro las extremidades inferiores, luego las superiores y, tras dos minutos,
ya estoy de nuevo tumbada, vencida por el aburrimiento. Todo indica que será
otro largo día más en prisión.
No hace mucho me trajeron
un vecino de celda. Es un tipo extraño: baja estatura, pelo marrón, ojos
grandes, duerme casi todo el día y las noches se las pasa brincando de un lado
a otro. No hay mucha diferencia entre tenerle cerca o no, pues habla en una
lengua que desconozco. De todas formas, me parece un ser demasiado soso para mi
gusto. Ojalá tuviera a alguien interesante con quien mantener una buena
conversación.
El patio es grande y está
lleno de chismes inútiles. Cuando me sueltan allí sólo pienso en correr y
saltar los obstáculos, en ejercitar mis músculos para que no se atrofien,
puesto que en la celda no puedo moverme mucho. Pero mis carceleros no suelen
dejarme en paz: en cuanto me descuido, me agarran y me abrazan, como si fuera
una hermana, una amiga o un antiguo amor de instituto. Yo no sufro del síndrome
de Estocolmo, y nunca aprendí a disimular; así que jamás podré corresponder a
tan efusivas y extrañas muestras de cariño. Ya que me quieren tanto, ¿por qué
no me dejan libre? ¿Por qué quieren tenerme encerrada por toda la eternidad?
Definitivamente, hay amores que asfixian por egoístas.
Todas las veces que he
intentado huir, me han echado los perros. Aunque me he vuelto más habilidosa
con el tiempo, ellos siempre terminan atrapándome. No sin antes llevarse un
buen arañazo o algún que otro mordisco de mi parte, por supuesto. Son grandes,
pero no me asustan. En cambio, sé que, por la forma en la que me miran, ellos
han empezado a temerme. ¿No es curioso?
Admito que hay algo que
me gusta: la comida. Al principio pensé que nunca podría adaptarme a una dieta
vegetariana estricta, pero lo cierto es que no tardé mucho en cogerle el gusto.
Además, y como no hay muchos pasatiempos con los que entretenerse en este
lugar, me paso el día intentando adivinar a qué hora me la traerán, si tocarán
zanahorias o lechuga, si incluirán algún trozo de pan en el plato. Generalmente,
suelo perder: acertar es tan probable como ganar la lotería.
A veces, como hoy, ni
siquiera la comida me sirve de aliciente. Me encuentro francamente desanimada y
me quedo todo el día acostada, viendo las horas pasar, preguntándome cuando
acabará esta pesadilla, cuando volveré a la gran bóveda blanca. Si tan sólo
pudiera dar marcha atrás en el tiempo...
Era mi primera vez y
estaba desorientada, no era consciente de la importancia de mis decisiones.
Debí hacerle caso al tipo de la cola, aquel que me advirtió del riesgo que
corría al dejar que los señores de la bata blanca y los instrumentos mágicos
eligieran por mí. Pero estoy escarmentada: ésta es la última vez que dejo que
me reencarnen en una maldita coneja enana de color blanco.
© Pixabay.
El relato MALA SUERTE, de Cristina
Monteoliva, fue seleccionado como finalista del Concurso de Narraciones Breves
del diario Ideal en 2007.