El
mundo de ayer es la visión de Stephan Zweig de la
Europa del siglo XX hasta el año de su muerte en 1942, una mezcla de crónica
histórica y biografía sentimental.
Hay razones de peso
para considerar 1942 el peor año de la historia de la humanidad en términos
objetivos y estadísticos. También fue el año en que Stephan Zweig, el autor de El mundo de ayer y otras decenas de
títulos, todos geniales, se suicidó con barbitúricos junto a su esposa Charlotte,
en Brasil.
Alianza ha reeditado
con mimo varios títulos de Zweig con los que en estos tiempos vale mucho la
pena reencontrarse; estos tiempos de miedo a lo grande y a lo pequeño, a los
jinetes del Apocalipsis, a la tos de nuestro compañero de asiento o a la
psicopatía secreta del desconocido con quien charlamos en las redes o en la app
de citas.
“Vayamos al encuentro
del tiempo que nos busca”, es la cita de Shakespeare con la que el autor
arranca la novela, y a continuación aclara que nunca se sintió tan importante
como para contar su vida, hasta que las circunstancias le pusieron ante esa
necesidad. Y estas son las dos claves de este libro: el tiempo y las
circunstancias.
El tiempo es un
continuo; ya sea esta su naturaleza verdadera, o el modo en que lo percibimos,
el caso es que no existe un principio y un final. Zweig no podía más en 1942,
estaba agotado. En el exilio, viajando por toda América intentando encontrar
apoyos para los conocidos y desconocidos que había dejado atrás y que le
sepultaban en kilos de cartas europeas pidiendo ayuda. Judíos que querían
escapar, intelectuales que querían escapar, artistas, opositores, enemigos de
tal o cual poder, de tal o cual estado, ramitas en la corriente del horror
europeo que necesitaban su ayuda, que se justificaban por alguna ofensa, por
una mala crítica a un libro suyo en el pasado, porque ahora él podía ayudar;
había que halagarlo, rogarle, llegar hasta él.
No en vano el último
capítulo de El mundo de ayer se
titula: La agonía de la paz.
Zweig era un
superviviente y trataba de mantenerse activo, buscaba actividades racionales en
medio de lo irracional, planes en medio del caos. No se refugiaba en opiniones,
rastreaba lo universal, la mezcla de culturas e ideas, como siempre había
hecho. Investigaba la rebeldía. Intentaba también mantener una vida privada con
amigos, con su mujer. Pero los amigos eran desconocidos que hablaban otro
idioma, que les conseguían alojamientos temporales, rutinas improvisadas, y su
mujer estaba enferma de asma y tan agotada como él.
Ya no había Viena,
círculos de doctores hablando de la salud mental y la estética abstracta del
mundo, reparos burgueses, hipocresía, vergüenza, la búsqueda del tiempo perdido, la
roja insignia del valor. Todo eso moría, aplastado, y un día los Zweig
decidieron que no querían estar más en un mundo en que nada era como ellos podían
recordarlo y abarcarlo. Se envenenaron tumbados en una cama, uno junto al otro como
Romeo y Julieta, y se fueron para siempre. Eran creadores, escritores, y
quisieron dar a su historia el final que no podían poner a la locura del mundo
en que les tocó vivir.
“Está en la naturaleza
humana que los sentimientos extremados no se prolonguen hasta el infinito, ni
en el individuo aislado ni en el pueblo, lo cual es sabido por la organización
militar. Por eso, es necesaria una incitación artificial, un doping permanente de excitación, y ese
servicio han de prestarlo los intelectuales, los poetas, los escritores y los
periodistas, sea con buena o con mala conciencia, con sinceridad o por rutina
profesional. Habían hecho sonar el tambor del odio y redoblaban con fuerza
hasta que no quedase un solo imparcial al que no le resonasen los oídos y no se
le estremeciera el corazón. En Alemania, Francia, Italia, Rusia, Bélgica, casi todos
servían obedientes a la «propaganda de guerra» y, por lo tanto, al delirio y
odio colectivos de la guerra, en lugar de combatirla”. (Pág. 250)
Charlotte y Stephan ignoraban
que el momento en que se dormían para no volver a despertar era el peor; un
día, una semana, un mes, en que era perfectamente probable que el nazismo
controlase todos los continentes y, sin embargo era, al mismo tiempo, el
momento en que los nazis habían tocado techo.
A partir de este año en
que se gestaban El extranjero de Camus,
El túnel de Sábato y Rebelión en la granja de Orwell, moría
de tifus Ana Frank y se suicidaba Zweig, fue todo cuesta abajo. Sin que sus protagonistas
y antagonistas pudieran predecirlo, aquel era el punto de inflexión hacia la
derrota del ejército más poderoso en muchos lugares de la tierra.
Hoy leemos El mundo de ayer como miramos los cuadros
de Van Gogh o como leemos los cuentos de Poe o las rimas de Bécquer, o
conocemos las trágicas historias de los primeros estudiosos de los gérmenes:
con un sentimiento de rabiosa nostalgia retrospectiva, con ese “si hubiese
aguantado un poco más” dándonos vueltas en la cabeza. Si hubiesen aguantado un
poco más habrían visto la derrota del enemigo, habrían visto el éxito de su
obra, la demostración de sus teorías, que parecían de locos. Si hubiesen podido
vivir diez, veinte años más, a veces, como en el caso de Zweig, habría bastado
con tres. Pero no pudo ser. Las personas tenemos un límite físico muy por
debajo del que alcanzan nuestros sueños.
Las circunstancias y el
momento hicieron a Zweig imprescindible y sitúan su obra en un lugar tan
relevante que solo leyendo El mundo de
ayer se tiene una idea lo bastante ajustada de la primera mitad del siglo
XX en Europa, como para juzgar lo que vino después. Nacido en plena revolución
industrial, varón, judío, burgués, mundano e inteligente, Stephan Zweig estaba
en la posición adecuada y tenía la sensibilidad perfecta para encontrar la
belleza en los buenos tiempos, y para comprender el odio y la destrucción en
toda su compleja amplitud.
Si tuviera que quedarme
con un solo libro que describiera lo que ganamos y lo que perdimos en el siglo
XX, qué murió en nosotros y por qué vale la pena atesorarlo y no dejar que se
olvide, sería El mundo de ayer de
Stephan Zweig.
Rebeca Tabales