EL CAMBIO
CRISTINA MONTEOLIVA
Primero abrió un ojo, luego el otro. Iba a costarle
acostumbrarse a la luz. La sentía demasiado fuerte, tan cegadora como si sus
ojos hubieran estado siglos cerrados. Enseguida tuvo la intuición de que algo
había cambiado; pero, ¿qué podría ser?
¿Y dónde estaba? Aquella cama blanca e impoluta, en aquella
habitación igualmente nívea, con aquel penetrante olor a desinfectante... Todo
le era ajeno.
Con una lentitud pasmosa, consiguió levantarse. Sus
músculos se negaban a responder. Los sentía pesados, agarrotados, como si
llevara una eternidad sin moverse. Arrastrando los pies llegaría hasta la
blanca cómoda, con su espejo de marco blanco colgado de la blanca pared. Lo que
le devolvió su reflejo no podía ser real. Igualmente imposible era contener el
consiguiente grito de asombro.
La persona que se hallaba en la habitación AB327 no podía
saberlo entonces, pero todo había comenzado siete meses atrás, el nueve de
noviembre del año dos mil trescientos cuarenta. Por aquellos días, el doctor
Jonás Carpenter, reputado cirujano en el campo de la resucitación asistida,
sentía que su carrera necesitaba un cambio. Ya no era el mismo joven entusiasta
que comenzara a trabajar en el Hospital Ciudad de Los Ángeles cinco años atrás.
Con el tiempo, se había dado cuenta de que su empleo era tan rutinario como
cualquier otro: seguir la lista de pacientes congelados por estricto orden,
ejecutar las labores propias de la resurrección clínica, curar los males que
provocaron la muerte, pasar al siguiente paciente de la lista... Efectivamente,
su vida carecía de emociones hasta que aquel viejo colega de la universidad le
brindara la oportunidad, aquella fría mañana de noviembre, de probar un nuevo y
revolucionario invento: el lector de mentes criónicas.
Aquello de escudriñar en las mentes congeladas no dejaba de
ser morboso, por muy útil que pudiera resultar a la hora de satisfacer los
deseos de los resucitados, o facilitar su integración en la sociedad. Mas el
aburrimiento de Carpenter era tal, que no le costaría pasar de cuestiones
éticas y probar inmediatamente el artilugio con uno de los cuerpos donados a la
ciencia.
Después de un minucioso estudio, Carpenter se decantaría
por la paciente KL26PW, de nombre Karen Smith. Según su ficha, Karen Smith,
abogada criminalista de profesión, soltera, había muerto en un aparatoso
accidente de tráfico en el año dos mil cinco. Según Carpenter, los congelados
demasiado jóvenes sólo tenían tonterías en la cabeza, y a partir de los
cuarenta se perdía memoria. La edad a la hora de la muerte, treinta años,
convertía a Smith en la mejor de las candidatas.
Sin embargo, y a pesar de lo que el colega del doctor
afirmara para endosarle el aparato, aquello no iba a resultar tan fácil. Tras
media docena de fallidos intentos, por fin al séptimo le pareció percibir a
Carpenter, por los auriculares de aquel trasto de tebeo, lo siguiente:
“necesito un cambio definitivo”. Ninguna otra oración habría hecho más feliz a
nuestro médico. Fanático como era de todo lo concerniente a la época
comprendida entre el final del siglo XX y los comienzos del XXI, aquel era el
proyecto que llevaba toda su vida esperando.
Después de la resurrección y la curación de las graves
heridas internas, Carpenter ordenaría que la paciente permaneciera en coma
inducido hasta el final del proceso. Dado que Smith no era precisamente una
sílfide, el doctor optó por realizar primero una liposucción y una remodelación
total de su figura. Seguidamente, y ya que el pecho de la resucitada era
escaso, Carpenter le implantaría un par de nuevas mamas (la talla cien sería
suficiente). Tras un lifting facial, la eliminación de la papada, la inyección
de colágeno en los lugares estratégicos del rostro y de silicona en los labios,
sólo quedaban pormenores de los que se encargarían personal de confianza:
depilación, aplicación de rayos UVA sobre la piel y de tinte rubio platino en
el cabello.
Cuando la enfermera de guardia llamó a Carpenter para
decirle que Smith por fin estaba despierta, el doctor dejó inmediatamente todo
lo que estaba haciendo en su día libre para poner rumbo al hospital. El
trayecto en coche se le haría eterno, tan impaciente como estaba por conocer
las primeras impresiones de la hermosa Karen en el mundo moderno. Habían
transcurrido largos meses de espera desde la primera intervención hasta que las
cicatrices sanaran y el doctor diera la orden de desenchufar las máquinas que
mantenían en coma a la paciente. Cada vez que Carpenter observaba a su bella
durmiente, un escalofrío recorría todo su cuerpo. Era perfecta, una diosa
convertida en realidad. Ansiaba mirarla a los ojos, verla caminar, escuchar su
voz, oler su fragancia, tocar sus manos... Pero no convenía forzar las cosas,
debía dejar que se despertara por sí misma.
Se había imaginado aquel encuentro de mil maneras, pero
nunca como en realidad sucedería. Karen Smith se encontraba encogida en un
rincón de la habitación cuando Carpenter entró. Con la mirada perdida en el
infinito y el pelo revuelto, parecía más una paciente de psiquiatría que del
pabellón de resurrecciones.
–No lo entiendo –dijo un confuso Carpenter.– En su cerebro
leí que quería un cambio. Ahora es una mujer muy bella.
La paciente levantó su rubia cabeza y, saliendo de su
ensimismamiento, con mirada iracunda y puños cerrados de forma amenazante,
respondió:
–Yo era muy feliz siendo tal y como era. Me encantaba mi
cuerpo y estaba en contra de la cirugía estética con fines frívolos. ¡Usted me
ha convertido en una muñeca de plástico!
–Entonces...lo del cambio... –balbuceó.
–¡De coche, un cambio de coche! Si lo hubiera hecho a
tiempo, no me habría estrellado y no estaría ahora aquí, siendo tan
desgraciada. ¡Pienso demandarle!
Entre perplejo y consternado, el doctor Carpenter abandonó
la habitación.
Aquel día se prometería a sí mismo no volver a salirse
jamás del protocolo establecido.
Nunca más desearía un cambio.
© Claudio Sánchez Viveros
El relato EL CAMBIO, de Cristina
Monteoliva, fue seleccionado como finalista del Concurso de Narraciones Breves
del diario Ideal en 2008.