viernes, 27 de diciembre de 2013

EL HOMBRE PEZ, un relato de LOLA LÓPEZ MONDÉJAR

El hombre pez
                                                                                                         
                                               Para Lucía Puenzo  y Sergio Bizzio.

                                   Vivo en agraz, lo sé. Entre la muerte y yo,
                                               Una fina lazada. Camino hacia las aguas
                                               Y me sumerjo en vertical.
                                        
                                               Baila, baila, baila la Danza del Diablo Verde…
                                              
                                   Alberto Chessa[1]

La tumbona es el único obstáculo que interrumpe la superficie lisa de la arena. A pocos metros de un mar incansable, el azul y el blanco de sus franjas perfila su silueta, nítida desde la escollera. No podemos saber quién la ocupa, pues desde aquí los ojos no lo distinguen, pero si nos acercamos hasta ella podemos observar sin temor a molestarle a un hombre. Se llama Juan, y duerme. Su cuerpo menudo se hunde en el vientre de la lona y la cabeza reposa sobre uno de sus hombros estrechos, relajada. Acaricia su mejilla una manta de viaje de cuadros grises y rojos que lo cubre hasta el cuello. Hace frío, pero un sol estampado de nubes débiles calienta su frente.
Juan viene día sí y día también. Coloca la hamaca en el sitio de costumbre, da un largo paseo hasta el muelle, y regresa. Luego reposa tranquilamente mirando las olas. A menudo se queda dormido. No lee ni escucha la radio, sólo el rumor del mar que lo adormece. Sus ojos cansados miran al frente, hacia el horizonte que se confunde con el cielo. Cuando los hay, siguen a algún que otro velero que se recrea en un itinerario azaroso. Hace más de un año que se jubiló. Por debajo de su jersey de lana, un observador minucioso podría distinguir el relieve de un marcapasos incrustado en la piel de su pecho, justo encima de su corazón debilitado, desde hace ya muchos años; aunque hay días en que Juan olvida que lo lleva. Se sienta frente al mar y se olvida de todo. Ahora puede despilfarrar el tiempo, se dice a sí mismo, es lo único que puede malgastar. Lo deja pasar sin hacer nada. Unas pocas obligaciones domésticas que comparte con su mujer, y esa contemplación muda.
No falta nunca. Si llueve, espera a que la lluvia remita y coloca su hamaca en la arena húmeda, salpicada de cráteres como la superficie de la luna en miniatura. Y contempla el mar.
Se diría que toda su jornada está dirigida hacia esas horas vacías en las que Juan parece llenarse de algo. Entorna los labios y  se le escapa una lengua llena de accidentes, una grieta central casi la separa en dos. De niño, los niños se reían de él por culpa de su lengua. Ahora a Juan no le importa. La saca al sol tímidamente, y la deja ahí, en el umbral de su boca, como un reptil.
A menudo también estira sus piernas cortas, las desentumece, las separa y vuelve a juntarlas. Sus piernas se cabalgan y desaparecen; bajo la manta de cuadros bien podían ser sólo una, como la cola de un pez. Tiene las manos pequeñas, de palma ancha y dedos cortos. Manos de agricultor. Hasta los veinte años Juan nunca vio el mar y ahora no concibe cómo pudo pasarse sin él. No le gusta pescar, siente un pinchazo doloroso en el cielo del paladar cada vez que un pez inquieto sale del agua prendido en el anzuelo. Sufre por él. No puede mirarlo. Cuando el pescador lo suelta en el cubo, el pez abre y cierra la boca con desesperación, y Juan lo imita cuando lo mira, con un reflejo que ni siquiera percibe.
Hace más de un año que tiene esa costumbre que tira de él sin remedio; y cada día pasa más horas frente al mar. Su mujer se queja, pero sus protestas no van más allá de una reprimenda cariñosa cuando se le olvida la hora de la cena. ¿Qué comes tú?, le dice, toda la tarde en ayunas, eso no debe de ser bueno. Juan le sonríe. También a él se le hace extraño no haber sentido el murmullo del hambre. Serán cosas de la edad.
No sabe cómo es sentirse viejo, ni siquiera está seguro de que lo sea. A los sesenta y seis años su padre era un anciano, pero Juan, a pesar de sus problemas cardíacos, no se siente ni mucho menos como él. Mientras camina por la playa, de la hamaca a la escollera, de la escollera a la hamaca, Juan se siente un hombre joven. Es más, a veces tiene deseos de nadar, quiere zambullirse en el agua, que intuye fría, y recorrer el mundo. Si fuera pez lo haría. Le sobran fuerzas para intentarlo. Pero luego, su organismo le pide reposo. Y se lo da. Se relaja y medita. Mira la superficie del agua en movimiento y reproduce en su mente lo que él cree que encontraría debajo. Se pasea por el fondo del mar sólo con su imaginación, mientras su cuerpo descansa. Esquiva las rocas y avanza, rozando casi con el vientre las praderas verdes de posidonia.
Hace meses que en su interior suceden cosas. Lo sabe. La piel de sus brazos se ha vuelto más suave y ha perdido el vello negro que la cubría. Su cuerpo se está redondeando imperceptiblemente, como si adquiriera la forma de un huso. Los huesos se adelgazan, han desaparecido bajo el músculo, y Juan siente palpitar su corazón herido con el ritmo acompasado de un tambor. No está seguro pero, a veces, cree que sus dedos han retrocedido dentro de la palma de su mano. Imaginaciones.
Lo que no ha cambiado en este año ocioso es ese deseo secreto de convertirse en pez.
Hace semanas que Juan pasea de otro modo, inquieto. Deja sus zapatos delante de la hamaca y corre hacia el agua con impaciencia. Las olas bañan sus pies y, a veces la pernera de su pantalón, que se humedece, más oscuro, hasta la rodilla. Juan mira hacia el horizonte y resopla, se diría que está esperando a alguien. Qué tontería. Sus pasos no abandonan la línea del agua; llega hasta el malecón y, apenas toca los bloques de piedra, retrocede con prisa.
Desde la escollera, la hamaca se divisa como siempre en el sitio de costumbre. Podemos adivinar al hombre que reposa en ella, que duerme. Ahora, desde donde estamos, le vemos abandonar el vientre curvo de la lona con movimientos de inválido y dejarse caer al suelo torpemente; advertimos cómo se desliza por la arena con sinuosos movimientos de serpiente, cómo avanza decidido por ella, arrastrando el cuerpo al compás de sus brazos, inseparables las piernas. Le vemos alcanzar la orilla impulsado por la pelvis, que mueve de un lado a otro con elegancia anfibia, introducir en el agua la cabeza calva, ovalada, y los brazos cosidos al costado, hasta adentrarse en el mar glacial.
Le vemos, luego, desaparecer en él.





[1] En la radiografía apareció LA PIEL, Huerga y Fierro, 2013.