Desorden
moral es uno de esos libros de cuentos independientes que, al mismo tiempo,
narran una historia completa: la vida de una mujer canadiense del siglo XX
llamada Nell. Es, por tanto, un libro sobre la memoria y sobre la vida cotidiana
de una mujer como cualquier otra, algo que conecta con la autora de manera
evidente: porque es escritora, y para los escritores nada hay más importante
que la memoria, y porque es mujer.
El estilo dominante y directo de
Atwood es su punto fuerte y, al mismo tiempo, su debilidad. La exposición de su
feminismo luchador; ese modo tan personal en que su ego de autora se inmiscuye,
con experiencias propias que se dejan transparentar a través de su
protagonista, enturbiando un poco el libre transcurso de la ficción, se hace, a
veces, antipático.
Ese desprecio por el artificio, ese
salto por encima de los detalles para ir como una flecha al punto en que quiere
clavarse, puede que no la convierta en una escritora que se nos haga simpática,
pero desde luego la hace invencible en el contexto de sus propias reglas. Por
otra parte, darse sus propias normas como escritora es exactamente lo que
quiere hacer. No olvidemos que la aparente facilidad con que puede una mujer
culebrear por este mundo nuevo sin prejuicios, como un pez en un estanque de
agua limpia, es solo eso: aparente.
Nada parece impedir, hoy día, que
una mujer cuente su historia, y algunos están ya acomodados y hasta hartos del
feminismo en el arte. Se espera que las injusticias o dificultades que ha
sufrido nuestro sexo sean cribadas por una serie de filtros estéticos, más allá
de la simple y llana expresión emocional, considerada vulgar, demasiado fácil.
Las causas perdidas dejan de gustarnos en cuanto dejan de estar perdidas, y
sentimos que hemos llegado a su solución cuando únicamente la hemos planteado.
En otras obras de esta autora, como
el famoso Cuento de la criada o Alias Grace, hay una distancia mayor
entre el lector y el personaje. Una distancia temporal, porque las historias
ocurren en el pasado o en el futuro, y una distancia moral, porque las
protagonistas son obligadas a forzar todos sus recursos, en situaciones en que
las únicas opciones son la supervivencia o la aniquilación. Desorden moral, en cambio, habla del
ahora, de la normalidad, de los matices aburridos y las ambigüedades difíciles
de cada día, y por eso es un libro menos cómodo y, por tanto, menos comercial.
En un mundo con dos sexos
mayoritarios cuyas particularidades deberían entrar dentro de lo convencional,
de lo genérico, dado que están representados por un gran número de individuos,
ocurre todo lo contrario: todo lo que Nell y cualquier chica de clase media del
siglo XX vivía cada día, que estaba relacionado con su condición de mujer, se
ha considerado en muchos casos como una rotura de la media, cuando no,
directamente, una anormalidad.
Gran parte de sus problemas médicos
se atribuyen a su sistema hormonal femenino, sus características físicas se
valoran y miden como las de un objeto o un animal, y sus problemas cognitivos o
emocionales son motivo de burla. Recordemos los no tan muertos tópicos
recurrentes de la “histérica”, la “rubia tonta”, o aquel corto emitido en
nuestra televisión pública en los años 90, en que un famoso dúo de cómicos
parodiaba a un ama de casa inculta que balbuceaba: “Mi marido me pega.”
No entendemos lo que debe ser si
ignoramos lo que no debería ser. No actuaremos como seres morales si olvidamos
aquello a lo que, durante generaciones, hemos llamado “desorden moral”.
Rebeca Tabales