Prometí (más a mí misma
que a vosotros, he de admitir) que dedicaría el mes de agosto a leer menos (y a
reseñar menos, se sobreentiende) y a escribir más artículos sobre las ideas que
me dan vueltas en la cabeza. Como era de esperar, al final leí muchos de los
libros pendientes de reseñar y me dejé en el tintero todas esas opiniones mías.
Opiniones que, por otro lado, siempre temo que no le interesen a nadie, de ahí
que me frene tanto a la hora de publicar algo que no sea una reseña o una
entrevista en este blog.
Pues
bien, hoy me da igual cuánta gente vaya a leer este artículo y cuanta gente no
va a hacerlo. Llevo una semana no muy buena y me apetece escribirlo. Si
finalmente solo lo leo yo… Bueno, ¡pues al menos lo habré leído yo! ¿Y qué más
da si os importa o no lo que diga? Se dicen tantas cosas a lo largo del día, de
una forma tan ligera, que…
Pero,
bueno, no voy a seguir divagando. Yo he venido aquí a hablar de un fenómeno
absurdo que me suele ocurrir los domingos, algo que podríamos denominar la vana esperanza en el lunes.
Básicamente
los domingos por la tarde empiezo a ilusionarme pensando que la semana
siguiente algo bueno pasará. A veces espero cosas pequeñas, como la llegada de
un libro que me apetece mucho leer (lo que es muy probable que llegue a pasar);
aunque lo que casi siempre deseo es que se me presente una oportunidad que me
haga avanzar de verdad en mi carrera como escritora.
La
nueva semana llega y al final no pasa nada: no gano concurso alguno (lo cierto
es que ya llevo tiempo en que ni me molesto en participar en convocatorias); ningún
agente o editor lee por sorpresa una de mis novelas y decide proponerme
publicar mi próxima novela… Mientras tanto, las redes sociales se llenan de
anuncios de escritores y escritoras que consiguen contratos editoriales, ganan
concursos y venden libros a porrillo, lo que me produce alegría (más cuando
conozco a la persona en cuestión, claro) por un lado, y cierta desazón, por
otro.
El
lunes se convierte en uno más. Llega el martes y tampoco pasa nada. Y el
miércoles… El miércoles ya decido que la semana está perdida.
Lo
sé, todo esto no está sonando muy maduro. Lo maduro imagino que es tragarse las
frustraciones, no parecer una envidiosa, y seguir escribiendo y escribiendo,
esperando y esperando estoicamente a que de verdad aparezca ese contrato
editorial que te dé cierta paz interior. O lo que sea.
También
sé que he repetido hasta la saciedad que este año hay que quejarse menos y
hacer más. ¡Y lo intento! Todo el rato, aun a sabiendas de que igual acabo con
una úlcera.
¡Ah,
pero qué pena que la vida (al menos, no para todos) no sea como en esas
películas en las que alguien lo pasa muy mal, pero se esfuerza y en cuestión de
un año o incluso menos consigue todas sus metas! La realidad es un poquito más
dura. A veces las cosas vienen fácilmente. Otras, hay que trabajar mucho,
durante años para conseguir al menos parte de lo que esperabas.
¡Pero
que hay que quejarse menos y hacer más! Lo gritaré ahora, que es domingo por la
tarde y de nuevo esa vana esperanza en el lunes me invade. Me diré a mí misma
que tal vez no vuelva a pasar nada, o tal vez pase todo. Que puede que la
semana que viene consiga avanzar con mi nueva novela, lo que estaría muy bien.
O que de pronto encuentre nuevos lectores para Gatitos, lo que también sería genial. O que tal vez de pronto
encuentre la confianza en mí misma y me olvide del ruido de fondo.
Sí,
eso le voy a pedir al próximo lunes: comenzar la semana creyendo un poco más en
mí. Y ojalá esta vez mis esperanzas no serán en vano.
Cristina Monteoliva
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