El
hombre pez
Para Lucía Puenzo y Sergio Bizzio.
Vivo en agraz, lo sé. Entre la muerte y yo,
Una
fina lazada. Camino hacia las aguas
Y
me sumerjo en vertical.
Baila, baila, baila la Danza del Diablo
Verde…
Alberto Chessa[1]
La tumbona es el
único obstáculo que interrumpe la superficie lisa de la arena. A pocos metros
de un mar incansable, el azul y el blanco de sus franjas perfila su silueta,
nítida desde la escollera. No podemos saber quién la ocupa, pues desde aquí los
ojos no lo distinguen, pero si nos acercamos hasta ella podemos observar sin
temor a molestarle a un hombre. Se llama Juan, y duerme. Su cuerpo menudo se
hunde en el vientre de la lona y la cabeza reposa sobre uno de sus hombros
estrechos, relajada. Acaricia su mejilla una manta de viaje de cuadros grises y
rojos que lo cubre hasta el cuello. Hace frío, pero un sol estampado de nubes
débiles calienta su frente.
Juan viene día sí
y día también. Coloca la hamaca en el sitio de costumbre, da un largo paseo
hasta el muelle, y regresa. Luego reposa tranquilamente mirando las olas. A
menudo se queda dormido. No lee ni escucha la radio, sólo el rumor del mar que
lo adormece. Sus ojos cansados miran al frente, hacia el horizonte que se
confunde con el cielo. Cuando los hay, siguen a algún que otro velero que se
recrea en un itinerario azaroso. Hace más de un año que se jubiló. Por debajo
de su jersey de lana, un observador minucioso podría distinguir el relieve de
un marcapasos incrustado en la piel de su pecho, justo encima de su corazón
debilitado, desde hace ya muchos años; aunque hay días en que Juan olvida que
lo lleva. Se sienta frente al mar y se olvida de todo. Ahora puede despilfarrar
el tiempo, se dice a sí mismo, es lo único que puede malgastar. Lo deja pasar
sin hacer nada. Unas pocas obligaciones domésticas que comparte con su mujer, y
esa contemplación muda.
No falta nunca. Si
llueve, espera a que la lluvia remita y coloca su hamaca en la arena húmeda,
salpicada de cráteres como la superficie de la luna en miniatura. Y contempla
el mar.
Se diría que toda
su jornada está dirigida hacia esas horas vacías en las que Juan parece
llenarse de algo. Entorna los labios y
se le escapa una lengua llena de accidentes, una grieta central casi la
separa en dos. De niño, los niños se reían de él por culpa de su lengua. Ahora
a Juan no le importa. La saca al sol tímidamente, y la deja ahí, en el umbral
de su boca, como un reptil.
A menudo también
estira sus piernas cortas, las desentumece, las separa y vuelve a juntarlas.
Sus piernas se cabalgan y desaparecen; bajo la manta de cuadros bien podían ser
sólo una, como la cola de un pez. Tiene las manos pequeñas, de palma ancha y
dedos cortos. Manos de agricultor. Hasta los veinte años Juan nunca vio el mar
y ahora no concibe cómo pudo pasarse sin él. No le gusta pescar, siente un
pinchazo doloroso en el cielo del paladar cada vez que un pez inquieto sale del
agua prendido en el anzuelo. Sufre por él. No puede mirarlo. Cuando el pescador
lo suelta en el cubo, el pez abre y cierra la boca con desesperación, y Juan lo
imita cuando lo mira, con un reflejo que ni siquiera percibe.
Hace más de un año
que tiene esa costumbre que tira de él sin remedio; y cada día pasa más horas
frente al mar. Su mujer se queja, pero sus protestas no van más allá de una
reprimenda cariñosa cuando se le olvida la hora de la cena. ¿Qué comes tú?, le
dice, toda la tarde en ayunas, eso no debe de ser bueno. Juan le sonríe.
También a él se le hace extraño no haber sentido el murmullo del hambre. Serán
cosas de la edad.
No sabe cómo es
sentirse viejo, ni siquiera está seguro de que lo sea. A los sesenta y seis
años su padre era un anciano, pero Juan, a pesar de sus problemas cardíacos, no
se siente ni mucho menos como él. Mientras camina por la playa, de la hamaca a
la escollera, de la escollera a la hamaca, Juan se siente un hombre joven. Es
más, a veces tiene deseos de nadar, quiere zambullirse en el agua, que intuye
fría, y recorrer el mundo. Si fuera pez lo haría. Le sobran fuerzas para
intentarlo. Pero luego, su organismo le pide reposo. Y se lo da. Se relaja y
medita. Mira la superficie del agua en movimiento y reproduce en su mente lo
que él cree que encontraría debajo. Se pasea por el fondo del mar sólo con su
imaginación, mientras su cuerpo descansa. Esquiva las rocas y avanza, rozando
casi con el vientre las praderas verdes de posidonia.
Hace meses que en
su interior suceden cosas. Lo sabe. La piel de sus brazos se ha vuelto más
suave y ha perdido el vello negro que la cubría. Su cuerpo se está redondeando
imperceptiblemente, como si adquiriera la forma de un huso. Los huesos se
adelgazan, han desaparecido bajo el músculo, y Juan siente palpitar su corazón
herido con el ritmo acompasado de un tambor. No está seguro pero, a veces, cree
que sus dedos han retrocedido dentro de la palma de su mano. Imaginaciones.
Lo que no ha
cambiado en este año ocioso es ese deseo secreto de convertirse en pez.
Hace semanas que
Juan pasea de otro modo, inquieto. Deja sus zapatos delante de la hamaca y
corre hacia el agua con impaciencia. Las olas bañan sus pies y, a veces la
pernera de su pantalón, que se humedece, más oscuro, hasta la rodilla. Juan
mira hacia el horizonte y resopla, se diría que está esperando a alguien. Qué
tontería. Sus pasos no abandonan la línea del agua; llega hasta el malecón y,
apenas toca los bloques de piedra, retrocede con prisa.
Desde la
escollera, la hamaca se divisa como siempre en el sitio de costumbre. Podemos
adivinar al hombre que reposa en ella, que duerme. Ahora, desde donde estamos,
le vemos abandonar el vientre curvo de la lona con movimientos de inválido y
dejarse caer al suelo torpemente; advertimos cómo se desliza por la arena con
sinuosos movimientos de serpiente, cómo avanza decidido por ella, arrastrando
el cuerpo al compás de sus brazos, inseparables las piernas. Le vemos alcanzar
la orilla impulsado por la pelvis, que mueve de un lado a otro con elegancia
anfibia, introducir en el agua la cabeza calva, ovalada, y los brazos cosidos
al costado, hasta adentrarse en el mar glacial.
Le vemos, luego,
desaparecer en él.