martes, 28 de febrero de 2017

OLVIDADA REINA MORA, un relato de Cristina Monteoliva.



Olvidada reina mora

Cristina Monteoliva





Juré que jamás volvería a verte y, sin embargo, aquí me tienes.
Cuando te dejé, hace tantos años, era aún un joven ingenuo e idealista que ansiaba encontrar un lugar en el que poder cumplir sus sueños. Tras tus numerosos rechazos y desplantes, me sentía triste y desengañado, incluso utilizado. Con la boca amarga y el corazón hecho añicos, subí en aquel autobús dispuesto a no mirar atrás ni por un  instante.
Una vez en mi nuevo hogar, intenté olvidarte en otros brazos, en otras miradas, en otras calles. Y lo hice, pero por poco tiempo. Tarde o temprano, hiciera lo que hiciese, volvías a mi memoria, a mis sueños, a mis añoranzas. ¡Y cuánta rabia sentía! No sabía entonces que mi barco estaba destinado a encontrar muchas tormentas en su larga travesía, y que aquel puerto en medio de las montañas, pues así es como te he imaginado a menudo, acabaría siempre llamándome con cantos de sirena, vieja y sabia, con el fin de hacerme volver algún día.
Me gusta creer que te entiendo mejor ahora que antes. No quiero decir que esté de acuerdo con todo lo tuyo, pero al menos creo que he aprendido, con el tiempo y la distancia que me han separado de ti, a comprender que seas así. A aceptar que nunca cambiarás y que el que te quiera, tiene que tomarte tal y como eres. Porque el tiempo ha poblado de canas mi cabellera y ha hecho que mi cara se llene de surcos profundos, pero también me ha traído el conocimiento de las cosas que tanto ansiaba cuando paseaba por tus calles con mi mochila al hombro y una boba sonrisa adornando mi joven y atolondrado rostro.
¿Te acuerdas de las veces que he subido y bajado por las viejas cuestas de tu Albayzín? A pesar de vivir tan lejos del barrio, no había semana que no dedicara al menos una mañana o una tarde a perderme por las calles y plazas, en patios y jardines, siempre en busca de un nuevo rincón secreto desde el que observar a tu altanera Alhambra, tan bella y majestuosa a pesar de los siglos, las guerras, las gentes y esos turistas que la visitan cada día.
¡Cómo ansiaba que los amigos del pueblo vinieran a visitarme para hacerles de guía! Mostrarles la calle del Beso para contarles su leyenda, subir con ellos al mirador de San Cristóbal, tomar juntos una infusión exótica en una tetería árabe o relatarles la historia del Arco de las Pesas hacía que mi corazón enamorado se agrandara en mi pecho.
¡Pero aún hay más, mucho más!, les decía con entusiasmo a mis amigos antes de mostrarles el embrujo gitano de tu Sacromonte y la mística sobriedad de la abadía que corona el barrio, lugar en el que reposan los huesos de un santo que no fue nunca pero que sigue siendo porque así lo has querido.
¡Mucho más aún!, afirmaba mientras les mostraba, en el monte de la Sabika, que además de con la Alhambra podían deleitarse con la romántica belleza del Carmen de los Mártires, la arquitectura imaginativa del Carmen del Rodríguez Acosta o el magnífico auditorio del célebre Manuel de Falla. ¡Quién hubiera tenido la fortuna de perderse entonces por los túneles secretos que conectan la montaña! Quién pudiera adentrarse en esas cuevas para encontrar el tesoro nazarí. O simplemente para contar historias viejas de fantasmas errantes.
Llevaba a mis amigos por todos los sitios que el tiempo y sus ganas me dejaban, que nunca eran pocos pues solían acoger con entusiasmo mis planes turísticos. Y, sin embargo, siempre quedaba pasarse por el paseo del Salón, el parque de García Lorca o el viejo hospital de San Juan de Dios. Ellos marchaban contentos a casa, felices de haber descubierto mucho más de lo que esperaban en aquella ciudad mientras yo me quedaba con la agria sensación de que jamás conseguiría que te conocieran como yo lo hacía entonces.
Era joven e ingenuo cuando llegué a ti por primera vez, ya lo he dicho antes. Desde el primer momento en que pisé tus calles, caí rendido a tus pies de bellísima dama antigua que, como una misteriosa vampira, jamás envejece. Me dejé abrazar por tus aromas, por las risas de tus gentes, por la música de los artistas callejeros. Me sentí saciado con las tapas de tus bares, con los dulces de tus pastelerías, con los tibios atardeceres y las noches calurosas. Vi en ti a la gran mujer, fuerte a la par que sentimental, a la que el tiempo y las gentes han tratado mal. Como a aquella olvidada reina mora repudiada por su esposo por una mujer más joven. Tú, como dicen que hacía Aixa, dabas una de cal y una de arena. Dejabas que te amaran, pero rara vez amabas con la misma intensidad. Tu carácter caprichoso y altanero acababa siempre por salir a relucir. Tu risa se tornaba pronto gesto desabrido; tu cariño, el frío de Sierra Nevada.
Una vez finalizados mis estudios, y a pesar de mis esfuerzos, no conseguí encontrar un puesto de trabajo acorde con mis expectativas. Resistí todo lo que pude, hasta que me cerraste la última de tus puertas. Cansado de escuchar cómo te quejabas una y otra vez de no obtener la atención suficiente por parte de las instituciones, de la desidia de los empresarios a la hora de crear nuevos puestos de trabajo y de lo poco que hacían tus dirigentes a la hora de atraer un turismo de calidad, me di por vencido.
Pero, te lo he dicho antes: el tiempo y la experiencia me han hecho entender las cosas que la juventud ignora. Soy el mismo, y también soy otro. Alguien capaz de mirarte ahora, sonriente y serena, y no poder evitar la emoción. Tus rosas de invierno, tus patios oscuros y el correr del agua en tus acequias te hacen la más hermosa. Me pregunto cómo he podido vivir sin tus sonidos, tus olores y colores. Me siento un tonto por haber tardado tanto en darme cuenta de que da igual que tú me quieras: lo que importaba, importa e importará es lo mucho que yo te quiero, Granada. Mi Granada.
Hace mucho que me he perdonado a mí mismo por haberte dejado de aquella manera. Espero que tú sepas perdonarme y acojas de buen agrado a este poblador, tan nuevo como viejo, de tu urbe. Aunque sé que ya lo has hecho. Me lo dice esa brisa que acaricia mi rostro, ese rayo de sol que calienta mis manos mientras te escribo esta breve carta sentado en un banco de la plaza Trinidad antes de por fin perderme en ti.
Ya ves lo que son las cosas, mi reina. Juré que jamás volvería a quererte y, sin embargo, aquí me tienes.

© Cristina Monteoliva.